domingo, 9 de octubre de 2016

Elsa Ortiz......Juan Cruz Cabrera

Finalista del IConcurso Litteratura de Relato

R. Tetsuo, Árbol de lapacho rosa con la luz del sol detrás
Comenzaré diciendo que Alicia Farmer era lesbiana. Lo aclaro antes de iniciar el relato para no explayarme al respecto en cada párrafo que se evidencie su extraordinaria condición. De cualquier modo, y gracias a los privilegios que gozo al ejercer el rol de narrador omnisciente, soy una de las pocas personas que lo sabe. Alicia era bien conocida en el agitado barrio de La Boca, pero no por su abierta sexualidad, en plena década de los cuarenta ¿a quién se le permitía tal libertad? A nadie. Ni siquiera a la astróloga más extrovertida de la ciudad; me refiero, claro está, a nuestra protagonista.
         Su consultorio se ubicaba en Caminito, en una añeja casa de dos pisos que había heredado de sus padres. La planta baja deslumbraba con místicas esculturas y libros sobre constelaciones, planetas, etcétera. En el centro, el gran escritorio de roble y arabescos servía de apoyo para incontables naipes, desordenados bajo una extraña bola de cristal platinada. Las paredes, casi en su totalidad, se encontraban cubiertas por la suntuosa biblioteca.  El orden de la habitación evidenciaba la excesiva pulcritud de su dueña.
     La planta alta era mucho menos “profesional”; de hecho, era más que corriente. La cocina-comedor era pequeña, al igual que el bonito cuarto de baño que olía a incienso todo el año, y el dormitorio, la segunda habitación más grande de la casa (después del consultorio), era fresco y acogedor. Alicia Farmer vivía bien, no hay duda de ello.
         Su aspecto no cuadraba con el de la típica astróloga, Alicia era una cuarentona discreta, más bien parecía una secretaria, fiel usuaria de la máquina de escribir, antes que una ilustrada cósmica.
         La casa de Caminito la frecuentaban los mismos clientes de toda la vida; eran pocos, pero su constancia era impecable y sustentaban generosamente la supervivencia de la dama.
         Sus días de entre semana eran monótonos, carentes de fascinación alguna. Los fines de semana, en cambio, se volvían más interesantes. Solía ir al parque en compañía de su primo, o bebía una copa en algún bar con sus amigos. Tenía una vida rutinaria y organizada.
         Esta organización fue interrumpida con vehemencia el día que Elsa Ortiz atravesó la puerta de entrada del consultorio. Aquella fría mañana de otoño permanecería en la memoria de Alicia hasta el día de su muerte.
         Elsa era hermosa, de unos treinta y tantos, dueña de una delicadeza sin igual. Su piel era blanca como la arena, y sus labios, un pétalo de tulipán. Vestía un tapado de piel, guantes de cuero y un gran sombrero que difícilmente dejaba ver su corto cabello castaño.
         Buenas tardes, ¿es usted Alicia, la astróloga? su voz era gruesa, erótica, insinuante.
         La misma que viste y calza, ¿en qué puedo ayudarla, señorita…?
         Elsa, Elsa Ortiz —Su savoir faire sugería orígenes aristocráticos. Me gustaría, ya sabe… conocer un poco más sobre la curiosa ciencia que usted domina, visualizar mi futuro, saber a que atenerme.
         La visitante tomó asiento sin ser invitada. La astróloga la imitó.
         Ha llegado al lugar indicado.
         ¿Sí? —Con tranquilidad, sacó de su bolsillo un cigarrillo caro, lo encendió con una de las velas que se hallaban sobre el escritorio y comenzó a fumar, desinhibida—. Espero que así sea.
         Tenía mucha personalidad, estaba claro. Alicia se había quedado hipnotizada, viendo salir el delicioso humo de aquella carnosa boca.
         Alicia, ¿sigue aquí?
         Sí, disculpe... —La dama se reincorporó—. Procedamos.
         La consulta se extendió por largo rato; casualmente, nadie había acudido aquel viernes. Las señoras simpatizaron rápidamente. Al cabo de una hora ya se tuteaban y reían a carcajadas. Elsa era una incrédula, no se tragaba el cuento de los astros, Alicia lo sabía pero poco le importaba.
         Estoy segura de que sos amante del buen vino dijo Elsa.
         Nunca es mal día para un gustoso malbec.
         ¡Espléndido! Hay un lujoso bar en Recoleta que frecuento siempre que vengo a Buenos Aires, ¿qué decís?
         ¿Es una invitación?
         Más bien una orden, yo pago.
         Por lo menos, déjame contribuir con el taxi.
         ¿Taxi? Tengo el Mercedes estacionado afuera.
         Terminó su segundo cigarrillo algo apurada y se puso de pie. A posteriori, abandonaron la casa en un lujoso auto negro conducido por Elsa.
         El paseo fue grato, Pedro Vargas deleitaba sus oídos con su icónica voz. Alicia no cesaba de mirar a su acompañante; y cuando lo hacía, ésta le dirigía la atención discretamente.
         Al llegar al bar, estacionaron justo enfrente. El lugar era magnífico, su fabulosa arquitectura italiana ocupaba la mitad de la manzana. Dentro, el ambiente era taciturno. Había pocas personas, distribuidas a lo largo y ancho del majestuoso salón. Las damas eligieron la barra.
         Deme el mejor tinto que tenga, de preferencia malbec le dijo Elsa al camarero, quien asintió y se perdió de vista.  
         Al cabo de un rato, un fino malbec francés era descorchado ante sus expectantes ojos. Las señoras bebieron y charlaron por largo rato. El tiempo voló; llegó la hora de partir.
         —Te llevo.
         Como gustes.
         La vuelta fue entretenida. Vociferaban sobre literatura universal y teología. Tenían mucho en común.
         Llegamos dijo Elsa, frenando paulatinamente el coche.
         Gracias, espero volvamos a vernos.
         Regreso a Entre Ríos en la mañana, pero quizá pronto vuelva.
         Si lo haces, ya sabes donde encontrarme.
         Por supuesto.
         Adiós.
         La astróloga se dispuso a bajar del auto.
         ¡Alicia!
         ¿Sí? —Se detuvo.
         En ese momento, Elsa le dió un apasionado beso que la dejó atónita.
         Hasta pronto concluyó la joven, cerrando la puerta del vehículo y partiendo entre la espesa niebla porteña.
         Durante los días siguientes, reinó la euforia en la casa de Caminito. Elsa Ortiz permanecía en la memoria de Alicia; parecía imborrable.
         Transcurrieron albas y ocasos, meses, el recuerdo de aquella misteriosa amante otoñal comenzaba a desvanecerse. Lentamente, la vida de Alicia Farmer regresaba a la normalidad, reduciéndose de forma considerable sus horas de alusión a aquel fugaz amor.
         Pero cual roca fielmente soldada a su tierra, los destinos de Alicia y Elsa se encontraban entrelazados. Esto se reiteraba casi de forma inconsciente en la cabeza de la astróloga aquella mañana de noviembre en la que recibió la inesperada carta.
         Databa de hacía una semana, provenía de Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos. Su remitente, obviamente, era Elsa Ortiz.
         La carta decía lo siguiente:

         Querida Alicia:
          Inenarrables son mis deseos de partir a tu encuentro. Tristemente, mi padre ha enfermado, y debo hacerme cargo de la estancia hasta su recuperación.
         Profunda es la limerencia en la que me encuentro inmersa; todo lo que quiero es verte otra vez, compartir un tiempo menos efímero que el anterior, apaciguar mi soledad.
         Entiendo que quizá te sientas incómoda, pero me gustaría invitarte unas semanas a mi casa, ya que por lo visto, mi próxima visita a Buenos Aires es lejana, y añoro sinceramente volver a sentir tu delicioso perfume, aunque sea por última vez.
         Adjunto a la carta el pasaje. El tren parte el sábado 10, 13 horas. Te estaré esperando.
                                                                            Tuya,                                 
                                                                                        Elsa

        Alicia se quedó perpleja. Mas no le inquietaba el hecho de haber recibido la carta; el gran asunto era que ese día era sábado 10 de noviembre, y eran casi las 12 del mediodía.
         Sin vacilar ni un segundo, hizo su maleta velozmente, se dio una ducha rápida, se acicaló, vistió, perfumó, dejó un llamativo aviso a sus fieles clientes acerca de su ausencia, y partió hacia la estación cual rayo.
         Para fortuna suya, el tren estaba demorado. Subió con gran alivio, su pasaje la destinaba al suntuoso vagón de primera clase. No recordaba haber accedido a lujos semejantes desde el último gobierno oligárquico, cuyo final significó el fin de la plenitud económica de su familia.
         El viaje fue largo, no pegó un ojo y su espalda estaba adolorida. Se la pasó fantaseando todo el trayecto, imaginándose el nuevo encuentro con su querida Elsa.
         Al llegar a la estación de su destino, se encontró con un intenso calor diurno. Eran pocos los que bajaban allí; el lugar estaba casi desierto. Se aventuró fuera de la construcción colonial y reconoció al Mercedes negro estacionado al noroeste, bajo la sombra de un talludo sauce.
         Se acercó con coraje y golpeó en el vidrio al somnoliento conductor. Éste se incorporó con un trémulo movimiento, sorprendido por la presencia de Alicia detrás de la ventanilla.
         Se bajó y la saludó fríamente.
         Espero que haya tenido usted un buen viaje.
         Fue estupendo mintió Alicia, no veía la necesidad de comentarle el incómodo trayecto a un extraño.
         Por favor, suba —Le abrió la puerta con tosquedad y la ayudó a subir. Luego, colocó su equipaje en el baúl. Parecía nervioso.
         En el camino no intercambiaron palabra; sentada a la derecha, en la parte trasera, contemplaba la ciudad urbanizada, cuyas palmeras contrastadas con la suave arena y los altos edificios hacían de ella un espectáculo para la vista.
         Al cabo de unos minutos, se encontraban ya alejados de los edificios y las casas, se adentraban en la zona rural. Algunas estancias podían verse dispersas en los llanos; construcciones casi feudales se alzaban entre los árboles.
         De repente, la marcha aminoró. El auto giro a la izquierda con ímpetu, atravesaron la llamativa entrada de una bellísima estancia, cuyo camino se encontraba escoltado por tupidos lirios blancos.
         La casa era inmensa, una fortaleza de fachada europea en el corazón de Sudamérica. Grandes palmeras repletas de pequeños cocos anaranjados terminaban por deslumbrar la vista del espectador.
         El conductor estacionó torpemente, estaban algo alejados de la puerta.
         Bájese, le entregaré su equipaje y partiré de inmediato, la señorita Ortiz me necesita. 
         ¿Elsa no está aquí?
         No, y no volverá hasta el atardecer. Pero su padre es un hombre amistoso, descuide usted.
         Dicho esto se bajaron, el misterioso sujeto le entregó su maleta y se marchó en el lujoso vehículo, perdiéndose entre la abundante vegetación.
         Con firme decisión, Alicia se acercó a la puerta dando grandes zancadas. La golpeó no menos segura. Al cabo de unos minutos de espera bajo la amplia galería, acudió un hombre anciano, apoyado en un macizo bastón.
         ¿Quién es usted? su voz era débil, aguda.
         Alicia, soy amiga de Elsa, vengo a visitarla.
         ¡Oh, Elsa…! Mi niña —Parecía perdido. Adelante.
         Apenas podía caminar. Llevó a Alicia a una elegante sala de estar. Una réplica exacta de la magnum opus de Delacroix: “La Liberté guidant le peuple”, lucía sobre el hogar. A la dama le brillaron los ojos, si había algo que admiraba más aún que a los astros era el arte, y del bueno.
         El senil individuo la invitó a sentarse; sobre la exótica mesita a la cual apuntaban los sillones, había un juego de té.
         ¿Quiere?
         No, gracias.
         ¿Dónde conoció a mi hija?
         En Buenos Aires, en su último viaje. Soy de allá.
         Bonita metrópolis, arte por doquier.
         Veo que tiene usted un muy buen gusto.
         El anciano se limitó a sonreír.
         ¿Viven solos en esta casa tan grande?
       Así es, desde mi viudez. Mi hija mayor se casó y se mudó a la ciudad. Elsa cuida de mí, es una excelente hija, no puedo quejarme.
         De repente, un silencio invadió la sala.
         Disculpe… ¿la conozco? Alicia recordó entonces que Elsa le había mencionado que su padre estaba enfermo.
         Alicia Farmer, vengo a visitar a su hija, Elsa lo tomaba con calma.
         Víctor Ortiz, un gusto, será mejor que salgamos afuera, el calor es insoportable y mi hija no vuelve hasta el ocaso.
         Se dirigieron afuera atravesando un pasillo al oeste de aquella sala. Increíblemente, en la galería soplaba un buen viento, y la vista era sublime. En diagonal a su posición, hermosas azaleas rodeaban a un gran lapacho.
         A lo lejos, parecía oírse un motor. Alicia se sentía excitada. «Por fin, ahí llega» pensó.
         Ha venido en nuestra mejor época, las flores se alzan fuertes y coloridas, inmarcesibles.
         Alicia no le prestaba demasiada atención. Sus oídos se encontraban fijos en el creciente sonido.
         Luego, el ruido cesó. Se oyeron dos portazos muy cercanos y, al cabo de unos segundos, irrumpieron en escena dos mujeres, claramente preocupadas.
         Una de ellas, la mayor, era una auténtica señora de bien; la otra, mucho menor, era una mucama esbelta y morena.
         ¡Padre! ¿Cómo es eso que rehúsa tomar su medicina? Rosa tuvo que ir a buscarme debido a sus berrinches.
         El viejo fulminó a la mucama con la mirada.
         ¡Insensata! —El hombre se puso violento de repente.
         ¿Y usted quién es? la mayor trataba de fingir simpatía.
         V… vine a visitar a Elsa, pero puedo volver más tarde.
         Ah… no, está bien. Rosa, acompáñela.
         La mujer llevó a su padre adentro. Rosa, con pasos temerosos, se acercó a Alicia.
         Venga conmigo.
         Se dirigieron lentamente hacia las azaleas.
         ¿A dónde me lleva?
         A ver a doña Elsa.
         Pensé que estaba en el campo.
         Oh, no. Está  descansando bajo el lapacho.
         ¿De verdad? —Una sonrisa se dibujó en el rostro de la astróloga.
         No suelen venir a visitarla, una historia triste, la verdad, sigue pesando aunque hayan pasado cinco años.
         ¿Qué historia?
         Entre las azaleas, se podía ver un hermoso jardín. El bello lapacho se alzaba regente; y en su pie, una lápida.
         La del accidente.

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