Foto: A.B. Quintanilla |
El calor en el cuarto era mayor que el de la calle, lo que hacía flotar los objetos para los ojos de la niña. La sonrisa se le borró del rostro al ver a su hermano en posición fetal, acostado en el catre de su madre.
—¡Ay, mi Dios! Carlitos, ¿qué te han hecho? —gritó la niña, soltando sus cuadernos al piso.
—Mi niña… esta vez no hay bananas, pero sí muchos dientes —respondió Carlos, abriendo el ojo sin hematoma para ver a su hermanita—. Ayúdame a limpiar las heridas mientras llega mamá con la comadre de las hierbas y te cuento cómo casi mato a ese tipo.
El sábado fue el campeonato especial entre el mejor peleador de la compañía bananera, el negro Felipe, y el representante de la costa, Carlos “el ratón” Centeno. Las apuestas estaban tres a dos a favor del negro, de cuyas peleas se decía que ganar era salir vivo. La tensión del ambiente era mayor que en las peleas de gallos de los viernes, que se efectuaban en el mismo lugar. Pero eso no hizo dudar a Carlos; él sólo tenía en mente el vestido de flores amarillas de regalo para su madre y los dulces de guayaba para su hermana.
Los dos metros del negro se imponían por sobre el metro sesenta y cinco del indio, lo que incrementó la circulación de las apuestas entre las blancas manos del público. En el primer round, Carlos logró tocar el rostro de su contrincante con dos derechazos, endulzando su ego con los vítores de los observadores; pero esto sólo resultaría una estrategia del negro para sorprender a su oponente en el segundo round.
Al sonar la campana, la mole no dejó de golpear el rostro de Carlos. Los dientes quedaron en la tierra como cuentas de un rosario roto, mientras él se mantenía de pie soñando con guayabas y flores amarillas.
Al sonar la campana, la mole no dejó de golpear el rostro de Carlos. Los dientes quedaron en la tierra como cuentas de un rosario roto, mientras él se mantenía de pie soñando con guayabas y flores amarillas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario