sábado, 6 de mayo de 2017

Eran menos de las ocho de la mañana (Tercera y última parte): Albert García Soler

Foto: Cementerio de la Recoleta (www.turismo.buenosaires.gob.ar)
Viernes

A la mañana siguiente, Marta ya no estaba en la cama. Se oía el ruido de la ducha. No pude evitar meterme dentro con ella.
Ya es mañana —le dije cuando entré. 
      Nos dispusimos a llevar a cabo la más agradecida de las fases de la creación de la vida. Todo el mundo sabe que por la mañana es el momento más fecundo del día.
Cuando bajamos a desayunar, nos esperaba un suculento almuerzo. Su madre nos recibió con la mejor de las sonrisas. No se cortó un pelo:
¿Cómo va con la cigüeña? Desde luego, la discreción no era lo suyo.
¡Mamá!
¡Perdona, hija! Pero se os ve en la cara. Sobre todo a ti, cariño. Aún tienes subidos los colores. Toni lo disimula mejor. Por cierto, será mejor que no lo hagáis con demasiada frecuencia, eso disminuye las posibilidades…
Por favor…. —la cortó Marta.
Vale, perdona, ya me callo... Os dejo solos, tengo que ir al centro. Nos dio un beso a cada uno y se marchó.
        Cuando ya estábamos solos, dije:
Tu madre es increíble.
¿Por qué crees que no he presentado nunca a ninguno de mis novios a mis padres?
Desayunamos sin decir nada, sólo mirándonos el uno al otro, riéndonos entre bocado y bocado. Siempre he creído que en la sonrisa de las personas se puede ver lo que tienen dentro. En aquel momento creí ver algo especial en su mirada, empecé a pensar que estaba embarazada. No le dije nada, pero para mis adentros me fui quedando con esa impresión. Lo más sorprendente fue cuando ella comentó:
Tú también lo has notado, ¿verdad?
¿Perdona? No me lo podía creer.
Definitivamente, habíamos pensado lo mismo. 
Vamos a la farmacia, quiero estar seguro —le espeté.
Si tú quieres… pero yo estoy segura. Lo noto.
La verdad es que yo también lo estaba pero, a pesar de todo, quería que se hiciese la prueba. Nos vestimos y cogimos el coche. Fuimos a mi casa, no sin pasar antes por una farmacia para comprar el Predictor. Subimos a casa e hicimos la prueba:
¡Positivo!
¡Estábamos embarazados!.
Me sentía aturdido, incluso un poco mareado, me tuve que sentar para no caerme.
Vas a ser un gran padre, estoy segura.
Me quedé callado, la situación me superaba. Sólo hacía cuatro días que nos conocíamos… La conocí un lunes y estábamos a viernes de la misma semana. ¡Viernes! ¡Hoy tenía la presentación de Shiler!
Lo siento, cariño, pero debo ir a la agencia. Tengo una presentación a las once. Miré el reloj, aún faltaban 40 minutos. Por suerte estaba todo preparado. Aún tenía tiempo. Le di un beso a Marta y salí corriendo. Llegué rápido a la agencia, afortunadamente no encontré mucho tráfico. Los de Shiler aún no habían llegado. Laura me recibió aliviada.
Menos mal. Ya pensábamos que no vendrías. ¿Qué coño te ha pasado?
Estoy embarazado —le espeté. Se quedó de piedra—. Bueno, el embarazado no soy yo...
¡Enhorabuena! Supongo… Definitivamente, la había sorprendido. Hizo una pausa, tomó aire, normalizó el gesto y se centró—: La sala está preparada, sólo faltan los de Shiler. A por ellos, papá —acabó la frase con una sonrisa.
La presentación fue muy bien.
La idea de los culos les había encantado. Les hizo mucha gracia. Les pareció muy fresca y divertida. Todo iba muy bien... hasta que el jefe se desvaneció. Se cayó de la silla de forma dramática. Todos nos quedamos impactados. El buen ambiente reinante se esfumó... Intentamos reanimarlo, pero sin mucha suerte. Le busqué el pulso. Gracias a Dios, estaba vivo. Llamé a una ambulancia y a la mujer del jefe. La ambulancia no tardó más de diez minutos, pero nos parecieron eternos. Volví a llamar a su mujer para informarla del hospital al que nos dirigíamos. Yo fui el que acompañó al jefe en la ambulancia. A medio camino recuperó el conocimiento e intentó decir algo, pero no fue capaz… El monitor empezó a emitir un pitido que no se detuvo en todo el trayecto hacia el hospital. Se estaba muriendo. 
        Cuando llegamos al hospital, aún luchaban por su vida. Se lo llevaron hacia dentro. La desolación más absoluta se apoderó de mí. Me quedé ahí de pie, sin capacidad de reacción. A los pocos minutos, llegaba su mujer con una de sus hijas. No sabía qué decirles. Abrí la boca pero no me salían las palabras.
¿Cómo está?... ¿Cómo está? insistían.
Mal… —Fui capaz de hablar al fin—. Ha tenido una parada en la ambulancia. Están intentando reanimarlo. Se me quedaron mirando las dos sin decir nada. Yo también me quedé callado. Menos mal que apareció una médico. Nos preguntó si éramos los familiares. Su hija respondió afirmativamente.
Está vivo. Los tres respiramos aliviados. La esposa se abrazó a su hija y arrancó a llorar. La doctora prosiguió—: Las próximas veinticuatro horas son decisivas.
Se va a morir… dijo con lágrimas en los ojos su mujer.
Sólo podemos esperar. Lo siento. Si quieren ver al paciente…
Su mujer y su hija la siguieron.
La cosa no pintaba nada bien. Comenzó a llegar el resto de la familia. A algunos los conocía y a otros no. La verdad es que empezaba a sentirme incómodo, desubicado. Incluso me estaba mareando. Me sentía físicamente enfermo. Yo era el único de la empresa que estaba allí, incluso el único que no era de la familia. Tenía ganas de desaparecer, pero no me atrevía a irme. Finalmente mi teléfono sonó. Era de la agencia. Aquella fue mi excusa para irme de allí. Cuando salí del hospital agradecí un poco de aire fresco, pero seguía sin sentirme nada bien. Apenas fui capaz de andar unos cuantos pasos, continuaba mareado. Me paré junto a un árbol y vomité. Sacarlo todo me fue bien. Me había quitado un peso de encima. Nunca mejor dicho. Cogí un taxi en dirección al trabajo. Seguía sintiéndome mal. El taxista insistía en preguntarme donde quería ir, pero yo no era capaz de articular palabra. Perdí el conocimiento.
         Me desperté en una habitación de hospital. No había nadie a mi lado. Intenté incorporarme, pero sin mucho éxito. Todo a mi alrededor se empeñaba en moverse. Aún estaba mareado. Busqué con la mano algún timbre para avisar. Una enfermera corpulenta y sonriente acudió en mi ayuda.
Vaya, ya se ha despertado. ¿Cómo se encuentra? —Su voz me resultaba familiar.
Mareado.
No me extraña. No debería haberse ido tan pronto la última vez. Los golpes en la cabeza son peligrosos. Recordé de qué la conocía. Ahora vendrá un médico.
Gracias
De nada, ahora relájese.
Marta se asomó por la puerta justo en ese momento.
¡Estás despierto! ¿Cómo te encuentras?
Un poco mareado, pero bien. 
La verdad es que empezaba a sentir nauseas. La enfermera lo notó y, con una agilidad digna de mención, me acercó un recipiente para que vomitara. No pude sacar nada más que bilis. Cuando levanté la cabeza de lo que descubrí era una cuña, me di cuenta de que Marta no estaba. Al momento pude deducir que me estaba emulando en el lavabo de la habitación. La enfermera sonreía. Me miró y, con voz socarrona, dijo:
Esto es una pareja compenetrada.
No lo sabe bien.
En ese momento llegó el médico.
Veamos... ¿Toni te llamabas?
Sí.
¿Ahora entiendes que no te quisiéramos dar el alta? Un golpe en la cabeza es algo serio. Te vamos a hacer algunas pruebas. Estos mareos no me gustan.
Tranquilo, soy incapaz de levantarme de la cama. No me voy a ninguna parte.
Marta, que nos observaba apoyada en el marco de la puerta del lavabo, añadió:
Tranquilo, doctor, yo me encargo de que se porte bien.
De repente, me acordé de mi jefe. Le pedí a Marta que fuera a preguntar por él. Tardó un buen rato en volver. No trajo buenas noticias. Había muerto. 
Nos quedamos un rato en silencio. Marta me abrazó. Empecé a pensar. Habían pasado demasiadas cosas en muy pocos días. Me había enamorado, iba a ser padre, mi jefe se había muerto, iba a comprar la agencia… No se puede cambiar todo en la vida de uno tan deprisa. Sólo me quedaba cambiar de sexo y de equipo de fútbol. Y traicionar a mi equipo, ¡nunca!
Seguía sin encontrarme nada bien pero, la verdad, ya me hacía falta descansar un poco. Así que aproveché y me dejé cuidar. Pasé aquella noche en el hospital.

Sábado

Por la mañana me hicieron varias pruebas. Por la tarde ya me enviaban a casa. Eso sí, después de asegurarse de que me lo tomaría con calma. Marta se ofreció a hacerme de enfermera. A veces, estar enfermo es lo mejor que te puede pasar. Desgraciadamente, no todo era de color de rosa. Esa misma tarde era el velatorio de mi jefe y, a las 11 del día siguiente, el funeral. Un celador me acompañó en silla de ruedas hasta un taxi. Marta estaba a mi lado sin decir nada. El celador empujaba mi silla. Al parecer, estaba de buen humor. Era bastante joven. Silbaba. Marta y yo nos miramos y sonreímos. Es agradable ver a gente feliz a tu alrededor. Siguió con su cancioncilla hasta que nos dejó en el taxi. La verdad es que era bastante bueno, musicalmente hablando. Sólo dejó de silbar cuando se despidió con un "¡Qué vaya bien!".
Ya en el taxi, Marta me comentó:
Un tío majo, ¿no?
Yo asentí y ella apoyó su cabeza en mi hombro y se cogió a mi brazo. Hubiese sido una estampa de lo más bucólica si no fuese por el mareo que aún me acompañaba. En pocos minutos llegamos a casa. No tenía la cabeza para muchos trotes, así que decidí tirarme en el sofá. Marta fue a buscar una manta a mi dormitorio y me tapó con ella. Se agachó y me dijo muy bajito:
Que descanses…
Estaba hecho polvo. Me dormí casi inmediatamente. Fue entonces cuando tuve un sueño de lo más extraño. Yo tenía unos once años, mis padres aún vivían. Estaban ambos ante mí, mirándome con cara seria. Yo hacía esfuerzos por llamar su atención, por ser gracioso, hacía muecas, decía tonterías… Ni caso, ellos ni se inmutaban. Parecía que ni siquiera se percataban de mi presencia. Les pasé la mano justo por delante de los ojos. No parpadearon. De repente se levantaron y se fueron sin decir nada, dejándome solo, completamente desolado… Entonces apareció Reno, mi perro de cuando era niño. Estaba muy contento de verme, movía nerviosamente la cola y empezó a lamerme la cara. Aquel perro me estaba reconciliando conmigo mismo. De pronto todo cambió, Reno se me tiró al cuello, empezó a apretar más y más fuerte. El dolor era intenso, casi no podía respirar. Creía que me iba a morir asfixiado cuando, de repente, me desperté completamente sudado y con dificultades para respirar. Solté un grito. 
        Oí unos pasos cortos y rápidos. Ahí estaba Marta, con los pantalones y las bragas en los tobillos, preguntando qué pasaba. Era de noche, la luz del lavabo estaba encendida… Estaba claro, mi grito la había pillado en un mal momento. Verla en esa situación fue de lo más gracioso. No pude contener la risa. Ella se lo tomó con deportividad y acabamos ambos carcajeándonos a gusto. Ella volvió al lavabo a terminar lo que había dejado a medias. Pensé en lo que acababa de soñar, pero preferí no interpretarlo ni sacar conclusiones. Oí cómo Marta tiraba de la cadena y cómo caía el agua del grifo. Me incorporé y me senté en el sofá. Ella se estiró en el sofá, recostando su cabeza en mis piernas. Le acaricié la mejilla y le expliqué lo que había soñado. Marta se quedó pensativa unos segundos y me preguntó:
¿Cuánto hace que murieron tus padres?
No contesté su pregunta. Dije:
Hacía mucho que no pensaba en ellos. El sueño ha sido… poco edificante, por decir algo. Pero me ha gustado verlos. ¿Entiendes lo que quiero decir? Al menos por un momento he tenido padres, de aquella manera pero…
¿Quieres ir a verlos?
¿Qué?
Al cementerio, hombre. Tenemos que ir al velatorio de tu jefe, mañana a su funeral…
Bueno...
Aquella misma tarde acudimos al velatorio. Había mucha gente. Estaban prácticamente todos los empleados de la agencia, amigos del jefe, su familia…
        No sé por qué, pero decidí ir a ver al difunto. Había asistido a muchos funerales y jamás había querido ver al muerto. Siempre pensé que era mejor quedarse con la imagen de cuando aún estaba con vida. Pero esta vez era diferente. Le pedí a Marta que me esperara en la entrada de la sala. Saludé a la viuda. Tenía la mirada perdida. Lo siento, le dije, inclinándome para darle un beso. Me miró sin decir nada, esbozó una leve sonrisa y me dio otro beso. La mirada se le volvió a perder en el infinito. Entré a dar mi último adiós al jefe. Parecía relajado, en paz… Pensé que había muerto con la conciencia tranquila. La verdad es que siempre fue un hombre imperturbable. En todos los años que hacía que lo conocía, nunca lo vi perder los papeles. Sus decisiones siempre eran justas. Era capaz de aceptar que otros tuvieran mejores ideas, reconocía sus errores, era capaz de pedir disculpas y no malgastaba su tiempo en ser rencoroso, envidioso… La verdad es que todo el mundo le apreciaba y le respetaba mucho. Viéndolo allí tumbado, me vino a la cabeza la imagen que de mis padres acababa de tener en sueños. Empecé a llorar en silencio. Una voz femenina me devolvió a la realidad:
Él te tenía mucho cariño.
Me enjuagué las lágrimas. Era la hija del difunto, la que acompañó a su mujer al hospital.
Le hacías reír —prosiguió. Le caías bien. De verdad.
No sabía qué decir. Me giré y le di un abrazo. En realidad la conocía muy poco, pero lo necesitaba. Me parece que a ella también le fue bien. Estuvimos abrazados unos segundos. Cuando nos separamos, le sonreí y le dije:
Gracias.
Me devolvió una sonrisa llena de afecto y contestó:
Gracias a ti.
A la vuelta me fijé en la viuda. Seguía ausente. Preferí no molestarla para despedirme. Inesperadamente, me llamó la atención. Me hizo un gesto para que me acercara y me llamó por mi nombre. Por supuesto, le hice caso. Me aproximé. Con otro gesto, me pidió que me agachara. Me incliné sobre ella para escuchar lo que me tenía que decir:
Gracias por venir. Me dio un beso en la mejilla y repitió—: Gracias por venir.
No dije nada. Le devolví el beso y sonreí. Me dirigí hacia la puerta, donde me esperaba Marta. Cuando llegué, me volví a mirar por última vez a aquella mujer. Seguía observándome con una sonrisa en la boca.
Marta y yo nos cogimos de la mano. Nos mantuvimos en silencio. Ambos sabíamos lo que venía ahora. Entramos en el cementerio propiamente dicho. Hacía mucho tiempo que no visitaba la tumba de mis padres, tanto como tiempo hacía de su muerte. Avanzábamos despacio, sin decir nada. Apreté su mano, ella hizo lo propio con la mía. La miré y respondió a mi mirada. Era la segunda vez que entraba en ese cementerio. Durante todos estos años no había pensado nunca en ello, pero ahora lo recordaba todo perfectamente. Lo que más me impactó fue el olor. Era el mismo olor de la última vez. No sabría como definirlo, pero sería capaz de reconocerlo en cualquier parte.
Cuando llegamos a la altura del nicho de mis padres, me detuve, lo señalé con la mano que me quedaba libre y dejé ir un lacónico:
Ése es.
Marta me pasó el brazo por la cintura y acurrucó su cabeza en mi hombro.
No había venido desde… —La frase quedó inacabada
Lo sé —contestó Marta.
Le pase el brazo por la cintura, cerré los ojos y aspiré aire profundamente. Sentí el olor de su cabello y me vino a la cabeza una imagen de mis padres. Reían de algo que yo había dicho. No estaba seguro de si se trataba de un recuerdo, pero a mi me parecía de lo más real.
¿Les echas de menos? —me preguntó Marta. 
Sin abrir los ojos, le contesté:
Ahora ya no.
Debería haber hecho esta visita ya hace mucho. Empezaba a sentir que me estaba reconciliando conmigo mismo y con mis padres. Abrí los ojos, levanté la mano y la posé sobre los nombres grabados de mis progenitores. Miré a Marta y le dije:
Gracias.
Ella me dio un fuerte abrazo como respuesta. Se me saltaron las lágrimas. Ella también se emocionó. Nos separamos, nos miramos y nos reímos.
Tengo hambre —le dije.
Entonces Marta sí que se rió a gusto:
Vamos a cenar, Triki.
Mi estómago volvía a obtener su cuota de protagonismo, irrumpiendo con fuerza, desdramatizando una situación emocionalmente comprometida. No se trataba de una estratagema fisiológica para eludir los sentimientos. En realidad, era una estrategia para digerir mejor, nunca mejor dicho, las emociones. Quizás, lo que pasaba era que tomar contacto conmigo mismo me sensibilizaba y, por tanto, era capaz de sentir el hambre que, ciertamente, ya tenía. En todo caso, ahora me sentía más vivo y el hambre que notaba formaba parte de esta nueva sensación de estar vivo. Vivo.
¿Quieres volver al restaurante del otro día? preguntó Marta.
De acuerdo —le contesté—. La camarera me sonreía mucho.
Marta también lo hizo y me dijo:
Ana sonríe a todo el mundo.
¿En serio? ¡Será casquivana la tía!
Eso sí que la hizo reír.

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